No bastaba alimentarse sino transformar en agradable sensación el sustento nutricional, por lo que el chuletón de mamut, al margen de los hombres de las cavernas tradicionalistas, siempre supo mejor pasado por la hoguera que crudo y sin aderezo.
Si en la retina conservamos todos aquellos banquetes de la Roma imperial plasmados en el celuloide, amén del boato que a lo largo de la historia ha hecho la humanidad de las «comilonas» generalmente para celebrar algún acontecimiento, ya en tiempos más contemporáneos la gastronomía jugó un papel crucial en algo tan evidente o indispensable como es nutrirse cada día para vivir.
La historia de la cocina es muy diversa y ha cambiado en cada siglo con nuevas creaciones e ideas –también errores que trascendieron-, siempre con la mentalidad de mejorar y satisfacer el arte de ollas y calderos.
Nunca faltó el toque de las tradiciones locales, de tantas y tantas cocineras/os anónimas/os, como el de los virtuosos de los fogones, tan o más importantes que otros artistas en los ambientes cortesanos de época o en las abadías y tahonas del medievo.
Ya en el Imperio Romano se fomentaba la búsqueda de nuevas sazones para sus preparaciones; fue cuando crearon el garum, un condimento salado a base de tripas de pescado fermentado que también era usado como salsa. A Caius Apicius se le atribuye la creación del primer libro de cocina, “De re coquinaria”, donde detallaba los estilos de comer y varias recetas divididas según familia: aves, carnes y verduras.


Entre las revoluciones, el soufflé puede considerarse una de las creaciones más inteligentes de toda la gastronomía, aunque, de hecho, no es una preparación: son dos. Primero, la bechamel, atribuida a Luis de Bechameil (1630-1703), que se cita en 1651 en la obra “Le Cuisinier François”, de Pierre de la Varenne.
Antonin Careme